Marina Otero estuvo aquí
Por Gustavo Emilio Rosales
Discurso es lo
que ocurre. Discurre. Pasa. Va. Transita. Muere. Mueve. Quiere. Danza, Danse,
dance, tanz, tants, dansa: estado de un cuerpo sometido a las fuerzas que lo
tensan. El cuerpo es el quebranto primordial, este vivir. Schubert lo llamó, cuando quiso titular un concierto
para piano a cuatro manos en mitad de los suplicios provocados por la sífilis, Lebensstürme, Las tormentas de la vida;
pero también La tormenta que es la vida. Pero Marina Otero no es Franz
Peter Schubert, no sólo porque no nació en Viena el 31 de enero de 1797, sino,
principalmente, porque de cierto ella no hubiera permitido que su obra mejor
quedara sin ser interpretada en los foros de su era; no hubiera permitido que
sus rivales, pseudoartistas de poca monta, bellacos de ocasión, le pasaran por
encima, dejándola, en ocasiones, varios días sin comer; porque ella, ante la situación
de adversidad que sepultó al compositor, probablemente hubiera sacado su piano a
la vereda frente al número 54 de la calle Nussdorfer y se hubiera puesto a
tocar sin tregua hasta recaudar los 15,000 taleros que la hubieran levantado
del fango.
Pero no estamos en la Viena de
principios del siglo XIX, ni este es el barrio Liechtental, donde Schubert
vivió. Estamos a la mitad de una ciega transición electoral, en pleno otoño de
la ciudad capital de una Argentina empobrecida, en el cada vez más oscuro
costado de lo que se ha dado en llamar Palermo viejo; yo me acabo de tomar una
cerveza artesanal que al parecer tenía peyote y a todo esto realmente no sé
quién es Marina Otero, pero sé, o creo saber, o en instantes sabré, lo que no
es…No en balde ella misma está por dedicar 65 minutos de sus tres décadas de
vida para decir que...
“…and
if you complain once more
you'll meet an army of me”
Björk
Se impone hacer un alto en lo que pasa (pasa, va, transita,
muere, etcétera) para ordenar las convenciones de otro modo y comenzar de nueva
cuenta. Pero esto luce arduo, si no imposible, si no inútil, si no insignificante.
Sin embargo, hay que ver, hay que tenerlo en claro: el espectador, la actriz, la
bailarina, el público, el Padre Nuestro
escénico son membretes que no funcionan aquí; porque ahora y aquí lo que
existe es el acto, el de Otero y el nuestro, el nuestro con el de ella, el
nuestro pese al de ella. La bailarina, la actriz, la performer destacada de
obras queridas como La idea fija no alcanzó
a estar, quizá iba a venir y no llegó. En su lugar está también Marina Otero,
quien cuenta una historia humana (¿qué otro tipo de historia podría haber?)
impúdicamente abierta y, como ya dije, estructurada a contrapelo de los
lineamientos generales del acuerdo teatral. / “-¿Conoce usted a Pedro Páramo?-, le pregunté. Me atreví a hacerlo
porque vi en sus ojos una gota de confianza. -¿Quién es?-, volví a preguntar. –Un rencor vivo-, me contestó él”. / Los suicidas tienen una
historia rugosa, con sabor a pimienta de cayena, que se multiplica ad
infinitum, por espejos; la demoran, escribiendo, en lugar de morir.
De esta manera: ni posdrama, ni trasndrama,
ni hiperdrama. Nada que ver con la verdad. Lo que presenta Otero es su
presencia, sí, pero es presencia de otra, de esa que ella misma reconoce como
presencia falsa. El no se sabe, es
una especie de tema en la experiencia. Eso justo vendría ser, si es que algo tiene que ser, Recordar 30 años para vivir 65 minutos: la articulación descarnada
de lo ignoto, la postulación del yo soy lo que no soy, la pregunta en el borde
(¿si esta mentira que voy haciendo de mí resulta falsa, entonces qué…?). Posdata…la ceremonia negra de publicar la
intimidad, sin el encuadre de los recetarios para ejercer la rebeldía (delgada
orilla, la propuesta de Otero roza espalda con lo testimonial, ocasionalmente
impacta culo a culo con lo confesional; y, sin embargo…). He aquí una obra. He
aquí un obrar. He aquí lo que una inmensa cantidad de ejecutantes se esfuerza mal
que bien por evadir, porque no pase: el significado etimológicamente correcto de
bailar; el abismarse.
Se equivocaba Graham por supuesto, y de qué
forma: el cuerpo miente. El cuerpo roba, traiciona, hiere, engatusa, deshonra,
es capaz de quemar la mano que le da de querer. Así, desde esta condición,
desde la inverosímil honestidad de su propio simulacro y con toda la pujanza
que le confieren sus bien puestos ovarios, Marina Otero construye con minucia y
sin filtro la danzaconversacional, el teatroimpune, la danzademimalditodiario, performancedediván,
laputadanza; la danza que vale la pena atestiguar, de la que vale la pena
formar parte también, para reconciliarse con la danza.
Lo hace – cómo podría ser de otra manera –
desde el lugar económicamente común de cualquier producción Off: objetos desparramados en el piso,
el infaltable vinilo original de la época en la que todo comenzó (“todo comenzó cuando tenía…z…años”), las cintas de
embalar, la ropa vieja, las fotos secuestrada del álbum familiar; los técnicos
al lado, sobre escena, tomando fotos y video, largando la música y las
proyecciones a través de una notebook; el público convidado a participar, el
desnudo fulgurante, el desnudo gratuito, el micrófono berreta, la bolsa de consorcio.
Nada que no sea o esté en posibilidades de convertirse en un must del teatro personal, desde el Foreman
de los setentas hasta hoy, incluyendo el pasaje del microconcierto de rock, a
partir de la canción paradigmática y las reiteradas referencias a una supuesta
posesión por parte de un extraño personaje insepulto. Desde una perspectiva
estructural, Recordar 30 años para vivir
65 minutos es un homenaje a las ideas sobadas; la propia Otero lo comenta y
lo hace comentar, en voz de sus múltiples narradores: todo esto ya pasó, lo vi. Recordar
como un centón de biopics, de biodramas.
Lo significativo de este lance
es que su gestación rebasa, con mucho, las fronteras de su propia estructura;
regresa a ella y la vuelve a rebasar, en un juego de potencia fulgurante:
muchas vidas, Otero exponencial, mucho poder. No sólo es trascendente lo
flamígero del membrete aceptado –Recordar
se promociona como un incendio público
-, sino, especialmente, su proceso formal: se trata de una realización
finamente programada, intencionalmente modelada, pulcramente instaurada; se
trata de un león eficazmente entrenado para que en escena vuelva a desatar su
salvajismo. En este sentido, la dirección de Juan Pablo Gómez (Un hueco) resulta espléndida en su tersa
manera de volverse invisible. Pero lo que verdaderamente conmociona es la inteligente
astucia con la que Otero se mueve entre sus yoes
y sus fantasmas, los despilfarra, los multiplica, los descarna y los cocina al
punto justo para que estos no carezcan de una crudeza imprescindible al paladar
de quien inevitablemente habrá de sucumbir al juego antropofágico de desear
comerse viva a la performer.
Otero - y las que son ella esta noche – es la
sacerdotisa del amor habilitado como canibalismo.
“Cuando me
ocurre abismarme así es porque no hay más lugar para mí en ninguna parte, ni siquiera
en la muerte”.
Roland
Barthes
Recordar 30 años para vivir 65 minutos es, en resumen, un exquisito obrar de amor y una espléndida creación sobre el amor.
Amor como creencia, como legado,
como don, como la magia depurativa de la conversación a voces que encarna en
esta joven mujer de solo solitario.
No es poco frecuente que los temas
clásicos encuentren una sólida voz en quien intenta, incluso, refutarlos.
Marina Otero, con la misma intensidad con la que quema lentamente su alma en un
zigzag de confesiones y punzadas, sobre el filo de una épica memorial, va
erigiendo una premisa esencialmente romántica: la vida tiene sentido tan sólo en el amor, y eso posible, aunque…
Los puntos suspensivos de esta última frase están en el minutero ritual del espectáculo,
una de las propuestas más felices de la previsible cartelera porteña; son eco
de nuestra esperanza inconfesable, que día con día nos ayuda a salir a la calle
y regresar (fanfarria para el hombre común, significante); son vasos
comunicantes del credo de una mujer indomable, artista fulgurante, llamada
Marina Otero, quien no pudo morir cuando quiso quererlo y en su lugar se dedicó
a poner en claro su pasado y de ello hizo un fascinante talismán de la obsesión,
como el doblón de oro que Ahab clavó en el mástil, como el indómito empuje que
hace bravos a los seres que, en el fondo del mar, son capaces de engendrar su
propia luz.
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Fotografías de
Andrés Manrique.
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Recordar 30 años para vivir 65 minutos concluirá temporada en el Excéntrico de la 18, este sábado 30 de mayo.
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Recordar 30 años para vivir 65 minutos concluirá temporada en el Excéntrico de la 18, este sábado 30 de mayo.